En 1965, el doctor D. J. Gee propuso el efecto vela como explicación racional a este extraño proceso. Como consecuencia de una ignición externa prolongada, y bajo unas determinadas condiciones externas, el fuego quema la piel, derritiéndose la grasa corporal. Esta grasa es absorbida por la ropa, actuando como la mecha de una vela, lo que permite alimentar el fuego de forma constante durante horas. La grasa humana arde a 215 °C aunque, si está impregnada en una mecha, puede hacerlo a una temperatura menor. Aunque se requieren temperaturas superiores a 1.700 °C para pulverizar el hueso humano, esta temperatura es suficiente si se mantiene durante un cierto tiempo.
A su vez, se comprobó que la piel y el músculo podían considerarse como combustibles de menor eficiencia energética, produciendo los fuegos de menor intensidad, de ahí que se extinguiesen más fácilmente.
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