Jim Brady, un próspero comerciante de equipos para ferrocarril que vivió en Estados Unidos durante el siglo XIX, tenía un apetito tan descomunal como su fortuna:
su desayuno consistía en un filete, huevos, chuletas, patatas, tortitas, maíz, pan de maíz y panecillos. Para almorzar tomaba una bandeja de almejas, otra de ostras, otro filete, una langosta, ensalada, pastel de fruta y casi una caja entera de bombones. En 1912, con 56 años, ingresó en el hospital para ser operado de cálculos biliares. Hubo que hacerle una cama y una mesa de operaciones adecuadas a su gordura. Los cirujanos no pudieron operarle: las capas de grasa de su cuerpo impedían llegar a su estómago, que era seis veces más grande de lo normal. Brady murió cinco años más tarde.
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